(publicado por primera vez en la Revista de Teatro CELCIT nº 4. 1993)

¿Por qué clown y no payaso? Mi primera maestra de clown, Cristina Moreira, a quien reverencio y no dejaré de reverenciar, venía de París, de la escuela de Philippe Gaulier y llamó a sus clases “de clown” (ella decía “clún”). Yo venía de un mortal aburrimiento generado por la profesión de actuar; no quiero decir que la profesión de actuar aburra, pero yo me aburría. Me aburría en las clases, me aburría haciendo teatro, cine y televisión. En medio de ese aburrimiento y a punto de decidir dedicarme a otra cosa, por seguir a una novia llegué a conocer a Cristina. Así, gracias a una suma de casualidades me encontré con el trabajo “de clown” y como tal lo aprendí y lo continué.

Entiendo que, básicamente, no hay diferencia entre decir clown y decir payaso, pero llamarle clown al trabajo tiene una explicación a la que llegué con el tiempo. En todos los países de habla hispana la palabra payasos está relacionada con el circo y los niños, y yo no hago ni una cosa ni la otra -en el caso de los niños quiero decir que no trabajo con, ni para ellos-, sino que me dedico a trabajar con los actores, a buscar con ellos qué tienen adentro que les sirva para actuar.

Así que el nombre de clown me sirvió para diferenciarme culturalmente a pesar de que, repito, sea lo mismo un clown que un payaso.

El clown es un personaje encarnado por un actor.

Es ese actor quien debe ir a la búsqueda de aquellas características clownescas que posea. El clown es el ridículo de cada uno; esas cosas ridículas son lo que llamo características clownescas. Debe, entonces, ir al encuentro de su propio ridículo. Comienzo de por sí bastante arduo, ya que el ridículo es algo que socialmente no nos está permitido mostrar, aunque sí ver. Es decir que aquí el actor se encuentra ante un dilema cultural, y con todas las trabas inconscientes que esto genera. Desde niño le han ido diciendo “no seas ridículo” o “no te hagas el payaso” y ahora se encuentra con que debe ser ridículo.

PRIMERA PARTE

Uno de los primeros trabajos del taller que imparto, el primero importante luego de una serie de juegos grupales con basamentos técnicos, consiste en colocarse una máscara detrás de un biombo y a una señal determinada salir delante del “público” -los mismos alumnos asistentes al taller- a presentarse; en el espacio escénico no hay nada. Pues bien, el hombre está allí, solo, frente al público, con una máscara que le deforma el rostro. Esta es, de por sí, una situación muy fuerte y cada uno reacciona como puede, generalmente a la defensiva: hablan de “algo” o “actúan” de alguna manera algún personaje, tratando de echar mano a lo conocido para no caer en el vacío.

Aprovecho para abrir un paréntesis diciendo que creo que todos en la vida actuamos: actuamos un personaje que es el que creemos nos gustaría que los demás vieran en nosotros; nos defendemos así muchas veces del ridículo. Cierro paréntesis.

Vuelvo al actor, allí, sólo. Uno de mis primeros deberes es evitar que se defienda y no se muestre tal cual es, y logar que quede desprotegido frente al público. Menuda tarea. Pero es así, un clown es un ser indefenso, desprotegido, vulnerable. En suma, todo lo que en la vida uno no quiere ser, pero es. Es un ser transparente, todo se le ve, todo se le nota y él no puede disimular nada, quiere, pero no puede, y se ve que quiere disimular y qué es lo que quiere disimular y cómo lo intenta; y allí está el ridículo, en lo humano. Esto no quiere decir de ninguna manera que el tipo sea tonto, no. Puede ser muy inteligente: es la vulnerabilidad la que le vuelve ridículo, laque lo hace clown.

En este punto siempre recuerdo una escena de Tiempos modernos, de Chaplin, en la que de un camión que pasa por la calle por la que Carlitos camina se cae un trapo rojo de señalización; el, siempre vulnerable y humanitario, lo recoge y comienza a agitarlo en el aire para llamar la atención del camionero sobre la pérdida, y dobla en ese momento la esquina una manifestación de obreros en marcha; Carlitos delante agitando un trapo rojo y detrás todos los obreros… Llega la policía, y por supuesto al primero que prenden y encarcelan es a él, por cabecilla.

La vida de los clowns es así: les pasan cosas porque son vulnerables. Recuerdo otra escena, esta vez de Steamboat Bill Junior, de Buster Keaton: él viaja a encontrarse con su padre, un viejo navegante del Missisipi, a quién no ha visto nunca; el padre, que tampoco conoce a su hijo, espera a un hombrón fuerte y grande, y de ninguna, manera se imagina a Buster como su hijo; han acordado encontrarse en la estación de ferrocarril y Keaton llevará una flor en el ojal como señal de reconocimiento; no sólo baja del tren por el lado equivocado y con un violín en la mano, sino que pierde la flor sin darse cuenta y se pasea por el andén enseñando a todo el que pasa disimuladamente pero con toda ilusión (recordemos los clowns no saben disimular)- un ojal sin la flor que le daría la alegría de encontrarse con su padre.

Bien. Volvamos ahora al pobre actor que dejamos solo con una máscara de carnaval frente al público y con la misión de presentarse. Algunos tienen más suerte que otros, algunos lo comprenden antes, pero lo cierto es que, en ese momento, y siempre a lo largo del taller; hay que ser   sincero posible con uno mismo y «actuar -esto es muy importante- eso. Soy como soy, y lo actúo.

Ahora bien. ¿Cómo soy? Quizá ni yo mismo lo sepa: quizá me he acostumbrado tanto a andar por la vida con mi personaje protector, que, cuando tengo que dejarlo a un lado, no puedo, o no quiero, o quiero, pero no sé cómo hacerlo. Aquí estamos. Ha comenzado el taller de clown.

Un segundo punto importante es el público y su risa. Un clown actúa siempre para el público. Siempre. Su primera mirada al entrar al escenario es para el público y la última, al irse, también. Él está allí porque hay público y para poder él estar frente a él tiene que retenerle, evitar que se vaya. ¿Cómo? Haciéndolo reír; haciéndolo cómplice explícitamente de su mundo. Ahora, ¿cómo tolerar que la gente se ría de uno? («Está bien, «soy como soy» pero, ¡además se ríen!»). Es raro encontrar a personas que naturalmente acepten que los demás se rían de ellas, de su intimidad.

Así que, ahí está el actor presentándose, tratando de ser lo más auténtico consigo mismo y, en el momento más inesperado, la gente que lo observa actuar se ríe. Situación. ¿Qué le pasa entonces (¿qué nos pasa a cada uno de nosotros?) con la risa de la gente? Tuve un alumno que se ofendía terriblemente cuando se reían de él, se ofendía y amenazaba con irse del escenario si el público insistía en reírse; por supuesto sólo lograba hacernos reír aún más; pero él estaba realmente conmovido, y lo actuaba, vale decir, jugaba.

Aquí es donde se abre un nuevo mundo: El clown sufre porque se ríen de él, pero el actor que interpreta al clown -quien en definitiva es el que tiene el sentimiento del clown- está allí para eso, para hacer reír a la gente; inicialmente ese ser humano que es el actor allí, vulnerable frente al público, se siente herido por la risa, pero luego se apodera de ese sentimiento que lo invadió, y, lejos de ocultarlo, se lo pone al clown. Está actuando, está jugando basándose en un sentimiento muy íntimo y personal: su auténtico dolor frente a la risa del público.

Este es un caso.

Vuelvo a preguntarme ahora, ¿cómo hacer para que la risa del público no nos corte? ¿Cómo hacer para no sentirnos agredidos por ella? Pues creo que la única solución posible es poder reírnos, primero, de nosotros mismos. Esta es una clave para que el mundo del Clown pueda empezar a funcionar, e incluso para que el público no se sienta mal riéndose del padecimiento del clown. Él le dice al público, de alguna manera, «Esto es un juego, estoy actuando. Soy así, qué le vamos a hacer, riámonos juntos». Cada clown es único y, a pesar de ser todos transparentes y vulnerables, depende de cada actor, de cada ser humano, el cómo vivir ese estado tan particular de creatividad dramática. Esto está intrínsecamente relacionado con cómo es cada ser humano y cómo vive su ridículo. Y si bien es posible que haya varios clowns a los que no les guste que se rían de ellos (al alumno de la anécdota sumo a Bob Beckley, de Foollsfire quien se ofendía enormemente porque el público reía cuando un pesadísimo baúl caía sobre su pie), la manera de expresar esa intimidad será distinta en todos los casos.

Es notable constatar que lo que funciona en un clown deja de funcionar cuando lo intenta otro actor desprovisto del compromiso individual e íntimo que debe tomar con esa situación.

La mirada al público

Ya he dicho que un clown actúa para el público y porque el público está allí. No sólo su primera y última mirada van dirigidas a él, sino que, de alguna manera lodo lo que hace en el escenario debe ir en esa dirección, explícitamente. No existe la llamada Cuarta Pared. Son claramente tres en este romance: el clown, la situación y el público, y así interactuarán.

Mirando al público puedo -debo, mejor dicho-, hacerles saber qué quiero, qué quiero hacer para conseguir lo que quiero, qué siento ante cada situación y qué pienso de ella; los haré absolutamente cómplices míos y les haré saber, además que todo es un juego, que no estoy muriendo de verdad, que guarden la calma, que cuando se apague la luz me levantaré y me iré caminando que no los quiero asustar y que quiero agradarles, que si no les gusta lo que estoy haciendo no lo haré más y buscaré otra cosa para gustarles. En suma, quiero que me quieran,

Un excelente ejemplo de ésta, lo encontramos en “Sueño de una Noche de Verano”, de William Shakespeare, durante el ensayo de los artesanos: Lanzadera llega preocupadísimo porque hacia el final de la representación deberá esgrimir una espada para matarse «lo cual no podrán soportar las damas»; sus compañeros, lejos de hacerle entender que nadie se asustará porque alguien saque una espada de madera y haga como que se matará, ¡se suman a su temor! Y acuerdan escribir un prólogo, «…y que ese prólogo de a entender que no haremos daño a nadie con nuestras espadas y que Píramo sólo se mata en broma». No contentos con esto agregan: «Para mayor seguridad, decidles que yo, Píramo, no soy Píramo, sino el tejedor Lanzadera. Esto acallará su miedo». Más adelante se preguntan si el león representado por Berbiquí no espantaría a las señoras… Y por supuesto, ¡lodos creen que sí! y acuerdan que «el lector encargado de ese papel» diga su nombre y que se las arregle de manera que a través del cuello del león deje ver la mitad de su cara y diga esto o cosa parecida: «Señoras, o hermosas señoras: os pido, o bien, os ruego, o mejor, os suplico que no tengáis miedo, que no tembléis; os respondo de vuestra vida con la mía. Si creéis que es un león lo que tenéis adelante, poco valdrá mi existencia. No, no hay nada de eso; soy un hombre tal y como los otros». Y, entonces, que diga su nombre y les haga saber con toda franqueza que es Berbiquí, el ebanista.

Mirar al público supone también un trabajo mucho más intenso, más íntimo y aún más conmovedor. En esta sociedad en la que vivimos la gente se mira poco de verdad, dejándose afectar por la mirada del otro y afectando a su vez. Al entrar al escenario y mirar al público tengo que estar decidido a ser afectado por él; a constatar a cada paso el éxito o el fracaso de la representación a través de los espectadores y a utilizar esa energía fortísima que viene de la platea para el trabajo. ¿Qué hacer cuando se viene al escenario a hacer reír a la gente, se ensaya un gesto en ese sentido y no se obtiene la respuesta esperada, la risa? Simplemente, mirar al público y dejarse conmover por esta circunstancia: el fracaso. Ser clown es, entre tantas, otras cosas, convivir con el fracaso, o al menos con la posibilidad de él, no como lo hacemos habitualmente -tratando de no tener ilusiones para no decepcionarnos luego- sino arriesgando todo cada vez, a pesar de tener plena conciencia –y un miedo terrible- de que posiblemente fracasemos rotundamente.

Cualquier actor está muy expuesto al fracaso, pero como no mira al público, puede, si quiere, recorrer su itinerario de acciones haciendo de cuenta que todo está bien y que al público, al final y en definitiva, no le gustó la representación. Pero el actor que encarna al clown no puede permitirse ese lujo; a cada paso debe enfrentarse con la prueba de la aprobación del público y debe estar dispuesto a aceptar que todo lo que ha hecho no sirve y a empezar de nuevo. Mirando al público.

Los «stops»

Al detener una acción en un momento no previsto puede aparecer algún aspecto clownesco, si es que esta palabra puede existir.

Si estoy corriendo y detengo el movimiento lento en un punto que habitualmente es una situación de tránsito y miro al público desde allí puede ser que quizá logre un par de cosas:

  1. a) Verme ridículo y que así me vean.
  2. b) Subrayar algo de mi accionar.

Si ocurre

  1. a) Verme ridículo y que me vean así: una vez más acepto el desafío y el juego: «Sí, también soy así, ¿ven?»

Y si ocurre

  1. b) Subrayar algo de mi accionar: Me ocurre un «accidente» mientras actúo, algo no previsto; pues bien, lejos de pasarlo por alto y hacer como si nada hubiese ocurrido -algo bastante común en el teatro “tradicional”-, hago un stop, miro el accidente, miro al público y ya estamos juntos todos otra vez: yo -el clown delante-, la situación y el público.

Durante toda la primera parte del taller el acento está puesto en «aflojar» a los alumnos, disponerlos -en caso de que no lo estuvieran suficientemente- para el juego, ayudarles a dar ese salto al vacío que es aparecer frente al público con nada y, fundamentalmente, ayudarles a trasponer los límites que a modo de juego impongo, o los que sin saberlo ellos mismos se han impuesto.

¿Qué significa «trasponer un límite» para un clown?

Un clown siempre querrá ir más allá dé y por cualquier cosa. Porque es inquieto, curioso, y más que nada porque quiere hacer las cosas bien, muy bien. Aquí me remito al ejemplo anterior del ensayo en Sueño de una noche de verano, cuando Flauta dice: «Señoras, o hermosas señoras: os pido, o bien os ruego, o mejor os suplico…»; también quiere hablarles a las damas para que no se asusten que ninguna fórmula alcanzará nunca. Los límites son algo poco conocido para ellos: «He recorrido el mundo entero y parte del extranjero», decía Fofo, de Gaby, Fofo y Miliki. Todo es muy grande para ellos, superlativo; incluso lo pequeño es muy pequeño. Nada es y no es. La ambigüedad puede existir, pero también en una supra dimensión; todo despierta en ellos una pasión inabarcable y cuanto más sería la gente, más agrandarán lo que sea. Son seres apasionados. Muy bien; estamos entonces frente a alguien que quiere hacer las cosas excelentemente bien y que quiere, además y antes que nada, estar frente al público, y para esto tiene que lograr que se ría; quiere actuar, el escenario es su vida, allí se siente querido. ¿Y qué va a hacer, entonces, para quedarse en el escenario la mayor cantidad de tiempo posible haciendo reír la gente? Cualquier cosa, y entiéndase por «cualquier cosa» algo no peyorativo sino su lado trascendente: Es capaz de matar para estar en el escenario… y así se mete en problemas, claro. Veamos un ejemplo menos contundente pero de todas formas igualmente eficaz: Un clown camina por la calle y pasa por un teatro donde un cartel solicita un cantante de ópera; de inmediato, sin pensarlo dos veces, se presenta al patrón como el más eximio cantante de ópera de la historia de la humanidad diciendo que ha cantado en los más grandes teatros líricos del mundo; la Scala de Milán, el Colón de Buenos Aires son sólo algunas de las salas que ha hechizado con su maravillosa voz; el es, incluso, ¡superior al gran Enrico Carusso!… En fin, lo contratan. Aquí, dramáticamente hablando algo falla, pues ¿por qué lo contratan? No se sabe, pero lo contratan. ¿Por qué El Gordo y el Flaco son policías? o ¿Por qué Groucho es gerente de un hotel 5 estrellas en Casablanca? Tampoco se sabe, ni vale la pena averiguarlo; el clown es la persona más indicada para estar en el lugar equivocado en el momento menos oportuno; lo contratan, le dan la partitura y le dicen que debe presentarse esa misma noche para la función de gala. A la hora de levantarse el telón allí estará él con su traje de Don Giovanni, que seguramente no es de su talla, dispuesto a enfrentarse al público. Llega su momento y sale a cantar ópera. Jamás en su vida vio una ópera entera, pero él es ahora cantante lírico y va a cantar ópera como el más grande del mundo, y más también. Qué hará cuando esté frente al público con tamaña responsabilidad es algo que también dependerá de la personalidad de cada clown, pero es seguro que hará reír. ¿Y el actor que debe representar esto? ¿Cómo lo hace? Como siempre, recurriendo con la mayor sinceridad posible, a sus propias ganas de estar frente al público -por algo es actor, ¿no? -, a su propia relación con la ópera y a lo que le pasa a él y sólo a él haciendo el ridículo en esta situación.

Si en lugar de solicitar cantantes de ópera el cartel rezara «Se necesita un equilibrista», el clown haría exactamente lo mismo; y solo, allá en las alturas, comenzará su «involuntario» número de clown. Y algo «involuntario» pues quiere hacer las cosas bien, pero está en lugar errado; es el actor el que es clown voluntariamente, el clown no es ridículo porque quiere, sino que no puede ser de otra manera.

Retomemos por un momento el tema de la risa. A través de ella aparece ahora una clave importante: si el público ríe voy por el buen camino, algo de mí está saliendo, algo de mi clown. Ahora hay que aprehenderlo. Al descubrir ese «algo» de mi clown que hizo reír a la gente que me estaba mirando y, al aprehenderlo, ya estoy armando mi personaje. La próxima vez que salga indefenso al escenario, en realidad no lo estaré tanto, ya que tendré un arma: algo de mí que sé qué hace reír y, cuando yo, el actor, lo decida, lo mostraré y si está hecho de la misma forma que cuando funcionó, volverá a funcionar.

De la misma manera, si en una improvisación intento algo en cierta dirección y ello no funciona, lo mejor es desterrarlo, no hacerlo nunca más porque no funcionará, aunque me haya parecido una genial idea. Puedo ponerme terco para que un determinado gesto haga reír a la gente, pero entonces sí el clown estará ahora en otra parte, en mi terquedad quizá, y no en el gesto en sí; entonces el público estará viendo, otra vez un ser humano, terco pero humano.

Rara vez, en esta parte del proceso, el clown puede estar en la mente, en lo que pueda programar; aparece cuando uno menos lo espera, en el cuerpo, o mejor aún en una conjunción mágica e inabarcable conscientemente de mente-cuerpo-alma.

Más adelante en el taller habrá que pensar, y mucho, lo que se hará en el escenario; pero, por ahora, no es aconsejable, es preferible aparecer lo más despojado posible de prejuicios sólo a cumplir lo más fielmente posible las consignas de los ejercicios, cantar ópera, por ejemplo, sin preocuparme por el cómo. Y si no es así hay que estar muy dispuesto, una vez más, a enfrentarse de cara con el fracaso y actuar con eso. Si el actor está entre cajas y decide entrar al escenario y caerse, y piensa que la gente se va a reír mucho con su caída porque incluso luego de caer tiene pensado llorar y mucho, y entonces se lanza a hacer lo que pensó, lo hace y no sólo nadie se ríe, sino que, además, le miran como diciendo «Pobre imbécil», se ha encontrado con un fracaso rotundo. La vida, le brinda una oportunidad única que no debería desaprovechar: está sintiendo algo muy intensamente, algo muy íntimo, y está frente al público; si sigue actuando como si nada de esto le estuviera ocurriendo perderá la oportunidad y el público se alejará de él pues no le está siendo sincero, cosa que de una u otra manera el espectador percibe siempre; pero si allí se queda, con el fracaso a cuestas y encuentra la manera -decirlo es fácil- de mostrarlo, expresarlo y actuarlo, seguramente algo mágico ocurrirá y hasta es posible que el clown aparezca, y que entonces todos, el público, la situación y el actor naveguen por buenas aguas.

Todos tenemos un clown. Aparece cuando menos se lo espera. Aparece diciendo «Aquí estoy, soy parte; de ti, vivimos juntos».

Está claro que un clown no es necesariamente un tonto y que seguramente hacer clown no es hacer el tonto. Tampoco tiene por qué ser naif o bueno o tierno, adjetivos estos que se asocian fácilmente con los clowns. Pues no, un clown puede ser malo, grosero, complicado y enredado, pero es que es tan profundamente humano y fiel a sí mismo que fácilmente se confunde esto con lo otro. Puede tener malas intenciones y hacer maldades, pero es tan él mismo, tan así, que es difícil enjuiciarlo.

En todo esto, y en lo venidero, va implícita una premisa de suma importancia: «si aparece un impulso, hay que seguirlo». Los impulsos gobiernan nuestras vidas, a pesar de intentar hacer quesea la mente la regidora de nuestros actos, Constantemente sentimos impulsos de esto o de aquello y es la mente, la razón, la que se encarga de darles posibilidad de vida concreta, transformando así nuestro accionar en conductas socialmente aceptables.

No es posible andar por la calle sin refrenar algún íntimo impulso. Pero en el escenario es distinto; ahí sí puedo -y debo- dejarme afectar por todo u obrar en consecuencia. Es un juego y como juego se puede hacer cualquier cosa. Desde ya y obviamente esto no quiere decir que voy a ir por el escenario matando gente cada vez que tenga un impulso asesino, pero sí que puedo jugar que mato. O que no mato porque no quiero, pero se ve que tengo ganas de hacerlo.

En toda esta primera parte del trabajo de clown -en ella estamos, no hay que olvidarlo- me ocupo mucho de proponer trabajos en los que los alumnos se vean obligados a seguir un determinado impulso. Comenzando, este impulso, este estímulo, es externo: Un pequeño empujón que los desequilibra es lo inicial y más gráfico. ¿Cómo reaccionar o, mejor dicho, responder, o mejor dicho todavía, dejarse afectar por ese estímulo exterior que forzosamente modifica al actor?

A partir de aquí comienza un gran trabajo de entrenamiento de la percepción, que con el tiempo y la práctica llevará a los actores a responder en una medida justa a los impulsos que se les aparezcan, tanto externa como internamente y a desterrar de una vez por todas la precipitación en la actuación: actores que claramente reciben un estímulo, pero como se han planteado a priori cómo quieren que resulte su actuación, como quieren hablar y, peor aún, cómo quieren que el otro se comporte y qué quieren que el otro haga para poder ellos hacer lo que traían pensado hacer, y como han resuelto todo esto de antemano sin dedicarse a vivir, a vibrar en el escenario con lo que allí ocurre, el espectador sólo recibe tensión y falsedades, mejor o peor encubiertas.

Los clowns tienen el derecho y la obligación de tomar todo lo que ocurre de vivo durante su actuación y dejarse modificar por ello: un gato que entra al escenario, un espectador que tose, uno que se levanta y se va, todo esto, si lo afecta mientras actúa debe ser bienvenido y ser incorporado a la actuación y a la relación con el público.

Supongamos que mientras un clown actúa, llega de la calle el chirrido de unos frenos seguidos del ruido de una colisión; no puede continuar como si nada hubiera ocurrido porque la atención del público, aunque fuera por un segundo, fue a la calle (y la de él también, claro, de lo contrario no hubiera escuchado el ruido); el público no está atendiéndolo. ¿Cómo hacer, entonces, para que vuelvan a él? Pues ir con ellos, ir adonde fue su atención y allí se encontrarán otra vez, ahora con un elemento nuevo.

La realidad irrumpe muchas veces en el escenario y como los clowns no quieren que nadie ni nada se coloque delante de ellos deben trabajar con ese impulso real para no ser vencidos.

Claro está que esto no es ninguna fórmula; puede uno meterse engrandes problemas por creerlo así; hay veces en las que se cree que el público ha percibido el mismo estímulo que el que está actuando y no es así y entonces el actor queda absolutamente descolocado; o es posible que sí perciban lo mismo pero que la reacción del clown no sea acertada y eso distancie aún más al público, etc.; son los riesgos de improvisar. Pero, si estás actuando, querido actor-clown, y un espectador estornuda estruendosamente haz un stop, míralo y dile «¡salud!» y todos te lo agradecerán. A la cuarta vez que estornude de esa manera pídele que se retire de la sala.

Hasta aquí la primera parte del taller. Todo lo expuesto más arriba no se agota con la culminación de la primera parte, sino que, muy por el contrario, continúa, sumándose a los nuevos elementos qué aparecerán en la segunda parte y éstos a su vez, a los de la tercera, etc.

Es éste un trabajo muy movilizante y absolutamente fuera de toda base conocida, para la mayoría, claro. Enfrentarse al ridículo y al fracaso de una manera tan contundente como lo exige el taller no es habitual y hasta diría que no es deseable a priori por cualquier persona más o menos en sus cabales. Quienes más se resisten son, claro está, los que más sufren; pero tanto unos como otros se encuentran ante un mundo desconocido y, con mejor o peor suerte, no saben para qué va a servir todo esto, si es que podría llegar a servir para algo. No solían imaginarse que un taller de «clown de teatro» fuera a ser algo tan difícil, expuesto y conflictivo. Algunos lo abandonan; no quieren hacerlo, no les interesa, se asustan, no es lo que estaban buscando, ¿quién sabe? Pero por otras tantas razones tan inexplicables como las anteriores la mayoría permanece, arriesgándose.

Es éste el trabajo de «Clown de teatro». En la tradición circense las rutinas de payasos se transmiten como tales, generalmente alejadas del trabajo con el actor. Vale decir «esta rutina es así, aquí miras al público, aquí haces esta pausa, aquí te caes»; y queda librado al talento histriónico y clownesco de cada uno lo mejor o peor que se pueda representar. He visto, en algunos circos, excelentísimos clowns desde el punto de vista de esta técnica e incluso varios de los ejemplos en este trabajo citados son de payasos de circo. El actor que encarnará a un «clown de teatro» lo hará trabajando a conciencia consigno mismo, sólo a partir de sí mismo y en una intensa búsqueda interior para sólo después llegar a lo exterior.

SEGUNDA PARTE

Al iniciar esta segunda parte del taller nos inmiscuiremos en un tema tanto o aún más íntimo que los anteriores: la imitación. La imitación del clown, por supuesto; que no es lo que convencionalmente llamamos imitación.

Todos tenemos modelos, la secreta ilusión de parecernos a alguien admirado. Desde ya, esto es imposible de lograr; cada ser humano es único y sólo parecido a sí mismo.

El clown imita desde este lugar; qué rasgo o característica del otro le llama la atención, qué le atrae del otro a punto tal de querer poseer esa o esas características, de querer ser como el otro es.

Un ejemplo de trabajo: Un actor hace algo que sepa hacer; puede ser cualquier cosa con tal de que esté bien hecha, un monólogo; una danza, una clase de gimnasia o de mimo; con él viene también un clown a imitarlo. Una vez más debemos ocupamos de desterrar, «lo fácil» que resulta hacerse el tonto o el torpe -que no es lo mismo que ser tonto o torpe- y tratar de dejarnos fascinar por lo que a mi lado está ocurriendo y tratar de imitar desde allí; y si resulta que nada nos fascina y, muy por el contrario, nos aburrimos, pues bien, trataremos de actuar esa sensación.

Aparece aquí un nuevo problema dentro del proceso: la irrupción de un tercero en el diálogo entre el clown y el público. Alguien que está allí con él y que crea una nueva línea de tensión de la que el clown no debe escapar y a la que debe poner atención muy especialmente. Antes estaba sólo con el público, el mundo era suyo y lo modificaba a su antojo; ahora que, como siempre, el mundo seguirá siendo el suyo debe atender forzosamente a este nuevo elemento vivo en el escenario y que, a pesar de no ser todavía otro clown, está estableciendo una relación con el público; el clown no debe desatender a esto. Es un trabajo que requiere mucha sutileza de parte del actor y una gran sinceridad consigo mismo. ¿Cómo se sentirá si no puede captar la atención de un público que se muestra arrobado por la exposición y no por su imitación?

¿Cómo hará para transformar este sentimiento en una energía creadora que le permita seguir adelante? Pues no lo sé; sólo sé que deberá, una vez más y como siempre, ir con él mismo a sus profundidades y tratar de interpretar lo que encuentre. ¿Celos, acaso? Pues adelante con los celos y con pasión clownesca. ¿Admiración, reverencia? ¡Adelante con ellas! Ha aparecido otra persona con el clown y, aunque aún no es otro clown quien ha aparecido, es oportuno señalar aquí que los clowns ante todo son amigos. Pueden odiarse, maltratarse, engañarse, retarse, ofender y ofenderse, pelearse y alejarse, pero ante todo son amigos y si uno está en problemas el problema es de todos.

Los Tres Chiflados, Curly, Larry y Moe (también debería nombrar a Shemp y a Joe, que igualmente encabezaron la nómina en algún momento, Shemp antes y Joe después de Curly) vivían golpeándose duro, pero bastaba con que uno de los tres se viera en apuros, para que el círculo se cerrara y un romántico «¡todos para uno!» pusiera el ingenio mayor del que podían disponer al servicio de hallar una solución.

Es importante entonces recordarla manera de que el espectador reciba que ellos son amigos y que todo lo que se hacen es secundario comparado con la amistad. Una vez más le dicen al público «estoy jugando».

Planteado ya el tema de la imitación clownesca, se abre un abanico de juegos en la búsqueda de las características del propio clown: imitar idiomas. Clowns políglotas, que, de la misma manera que antes cantaban óperas, ahora hablan idiomas; no se trata desde ya, ni remotamente, de hablar tal o cual idioma, sino de imitar su música, sus sonidos, y entrar con ellos a «hablar» convenciéndose y tratando de convencer de que lo que está hablando es ruso, por citar un ejemplo.

Imitar animales: ¿Cómo es una oca para un clown? ¿Y un tigre de Bengala? ¿Y uno de la Malasia? ¿Y un perro andaluz?

Imitar bandas sonoras de películas, instrumentos, electrodomésticos, el fin, todo lo que cruce por la imaginación.

Ahora es el turno de Los Quiebres. En un espectáculo de El Clú del Claun (SIC), en el que yo actuaba, el clown interpretado por Guillermo Angellli, Cucumelo, lloraba casi por cualquier cosa; lloraba a gritos, era prácticamente inconsolable, lloraba y lloraba y gritaba abriendo su bocaza, y lloraba y lloraba y lloraba… pero, cada tanto, en medio del llanto miraba al público y auto compadeciéndose decía «¡Ay!, ¡cómo sufro!» con una voz apenas audible y con una gran pena de sí, mismo…; y luego arrancaba a llorar otra vez.

A esto le llamamos «quiebres»: la acción parece ir decididamente hacia una dirección y, de pronto, cambia radicalmente.

Estos quiebres pueden servir al actor para varias cosas. Por un lado, pueden resultar eficaces, humorísticamente hablando; por otro nos dan la oportunidad de, una vez más, hacerle saber al público que estamos jugando, que no se vayan a tomar en serio nada porque es un juego; y en tercer lugar, también puedo utilizar un quiebre para mostrar, como Cucumelo, que el actor está riéndose de sí mismo. Cada clown, de acuerdo a su personalidad y a las situaciones que esté jugando, encontrará su particular manera de quebrar la acción. Hay un trabajo más entre los importantes de la segunda parte, el trabajo con ritmos.

Al igual que cualquier ser humano -sería mejor decir que cualquier elemento vivo en la naturaleza-, cada clown tiene su ritmo particular. Cada clown vibra en una dimensión rítmica particular y esta vibración podría ser un arma importante a la hora de enfrentarse con el público.

Claro que a algunos actores se les nota con más facilidad que a otros con qué ritmo se desenvolvería mejor su clown; a veces, es el propio ritmo el que resulta ideal, otras, el contrario, y tanto lo uno como lo otro sólo podrá ser visto en la práctica y con la experimentación.

Desde simples trabajos de búsqueda, como hablar saltando a la soga, hasta otros más complicados como los de imitar (ya sabemos de qué se trata) determinados ritmos característicos de profesionales como rematadores, buhoneros, vendedores ambulantes, vendedores de feria, curas, militares, etc., las posibilidades de experimentación en este sentido son inagotables; incluso luego, la confrontación rítmica entre clowns nos brindará nuevos horizontes.

Lo más importante es encontrar un ritmo en el que el actor se sienta cómodo, en el que no se vea forzado (a no ser, claro que sea bueno para su clown verse forzado) y en el que su imaginación fluya libremente.

Al culminar esta segunda parte del taller, algunos alumnos han encontrado características clownescas de sí -vale decir, del propio clown- y pueden aprehenderlas y tratar de instrumentarlas; otros las han encontrado, pero no logran aún registrarlas en un proceso consiente para aprovecharlas; y los demás allá, siguen aún volteando defensas y barreras en un camino hacia lo desconocido. Tienen una ventaja con respecto al momento en el que terminó la primera parte: ahora saben que la cosa funciona y casi seguramente intuyen con mucha más claridad de qué se trata el trabajo. Durante el taller todo es búsqueda; cada propuesta es para intentar descubrir algo de uno, del propio clown: ensayo y error. No poseo fórmula alguna para llegar a lograr algo con los alumnos; aunque sí es cierto que tengo un método, pero, hasta podría ser posible, a pesar de que nunca me ha ocurrido hasta ahora, que transitemos por todos los aspectos enunciados, y también por todos los venideros, y no encontremos ni un ápice del clown. Es una búsqueda, sólo una búsqueda. Puede haber clowns que se luzcan más de una manera que de otra, puede haberlos que brillen más estando en un segundo plano que en primera línea, están aquellos que sólo pueden actuar solos. En fin, tantas posibilidades como personas en la búsqueda y hay que probar lodo con todas ya que, al ir encontrando o descartando, se va estrechando el cerco. “Estrechar el cerco» suena a cacería, la cacería del clown; y mi trabajo es intuir dónde estará el clown, y tratar de llevar a cada actor hacia esa zona; entonces cada uno, al sentirse guiado hacia algún lugar, reaccionará como puede o como sabe.

Finalizando entonces la segunda parte de las cuatro en las que he dividido el taller, en medio de este clima tan particular de sano desconcierto, entrego a cada alumno una típica nariz roja y redonda de los payasos, una nariz de clown y comenzamos a trabajar los trajes.

Pero vayamos por partes.

La llegada de la nariz hace que a partir de este momento nos dediquemos a trabajar con ésa y tan particular máscara.

Ahora tiene narices rojas; y la nariz acompaña al traje. Y el traje y la nariz acompañan al clown

TERCERA PARTE

Los clowns suelen estar vestidos con la misma característica principal enunciada al comienzo: todo es muy grande -hasta lo pequeño- y muy importante.

A la hora de confeccionar el traje de clown es importante aclarar que no se trata de «vestirse de payaso», ni tampoco se trata de disfrazarse; se trata tan sólo de vestirse de una manera especial, de vestir al personaje de una manera especial dotándolo de más elementos clownescos propios. Para llegar a esto sugiero a cada alumno un modelo sobre el cual fabricar su traje. Pocas veces sé a ciencia cierta porque me imagino que un determinado modelo de traje podría ser útil para desarrollar cualidades clownescas en determinado alumno; a veces por simple intuición, otras, es por adicción a su personalidad y otras por oposición a ella, a veces por pensar que una determinada manera de vestir puede ayudar en el proceso personal, aunque más adelante haya que cambiar de traje.

Los modelos sugeridos son muchísimos. He aquí una pequeña lista para dar una idea de lo que se trata: bombero, estrella del rock and roll, deportista (tenista, futbolista, etc.), cardenal, novio/a, juglar, miss Universo, playboy internacional, hombre-bala, bailarín/a clásico/a, rey, príncipe azul, Carmen Miranda, intelectual, director de cine de los años 30, mejor alumno, barman, lechero, geisha, turista, bolerista.

Cada uno traerá, para iniciar la tercera fase, su versión del modelo sugerido, tratando siempre de ajustarse lo más posible al original.

No se trata de hacer una parodia del traje, ni mucho menos de actuar como el personaje que éste representa. El trabajo seguirá siendo el mismo, sólo que ahora los clowns están vestidos como tales. Cierta vez se acercó al taller un actor que tenía una ropa de trabajo tan clownesca que a la hora de darle el traje sólo pude decirle que siguiera usando esa misma ropa.

Un detalle a tener en cuenta es que los clowns siempre -o casi siempre, no me gusta generalizar- portan maletas o bolsos o carteras con todas sus cosas dentro. Cómo nunca saben adónde van a ir a parar siempre están listos para lo que sea y si es para conocer cosas nuevas, mejor; entonces llevan todo lo que tienen, que nunca es mucho, con ellos; de esta manera se evitarán tener que perder tiempo ante la posibilidad de partir de viaje, ejemplo. Con su traje y su nariz podríamos decir que el clown se presenta en sociedad.

Sabemos qué ritmo puede tener, si es un buen imitador, en qué idiomas podría hablar si quisiera, etc., todo esto sumado a todas aquellas características que han ido apareciendo a lo largo del trabajo. Con el correr de las próximas sesiones iremos agregando elementos a su personalidad al tiempo que perfeccionaremos éstos y el traje, siempre de acuerdo a lo que les vaya sucediendo durante el trabajo práctico. Veremos si necesita algo distinto de lo que tiene en sus manos, o en la cabeza, o si lleva elementos que más que ayudarle le estorban, o si realmente el traje y sus elementos ayudan a conformar este personaje.

En fin, seguimos buscando.

Vamos ahora a trabajar sus estados de ánimo.

Un trabajo más intenso todavía qué los anteriores se inicia, ya que requiere en mayor medida de la imaginación del actor y de su compromiso como ser humano. Hasta aquí, y por lo general, el compromiso y la imaginación eran utilizados a partir de la acción (recordemos que sugerí no plantearse nada a priori al salir a improvisar). Pues bien, ahora hay que ir a la búsqueda de ciertos estados para actuarlos y luego se improvisará a partir de ellos.

Un ejemplo: Clown enamorado. Al tomar esta consigna, lo primero que a uno le viene a la mente, y que entonces intentará representar, es un ser que pierde la mirada en el vacío, suspira hondamente y camina como entre nubes, flotando; puede ser, pero, ¿es realmente así? Quiero decir, el actor que interpreta esto: ¿es realmente así cuando se enamora? Sólo puedo partir de mí mismo para ir en busca de mi clown; esto no quiere decir que mi clown será como yo sea, pero sí que el clown es una parte de uno y que sólo tratando de descubrir y mostrar cómo soy podré encontrarlo. Mi clown, por ejemplo, que no puede hacer nada si no está enamorado, cada vez que descubre que lo está, lejos de andar entre nubes, grita desesperado y maldice a los cuatro vientos sintiéndose perdido y todo es doblemente terrible si su amor es correspondido, entonces la fatalidad se cierne sobre él como un ave ominosa que ya no lo dejará tranquilo hasta que ese amor se termine, momento preciso en el que se pondrá con todas sus fuerzas a buscar otro que llene el vacío dejado por el amor perdido.

Con todos los estados de ánimo habrá que trabajar de esta manera; clowns enamorados, celosos, melancólicos, tristes, iracundos, eufóricos, alegres, etc. También con las patologías: clowns paranoicos, depresivos, maniáticos, obsesivos, etc. Es posible que no sea imprescindible conocer todos estos estados en uno previamente, pero sí es importante saber que todos somos un poco de todo y si queremos actuar, de una u otra manera, consciente o inconscientemente, tendremos que mostrarnos así. De nada valdrá hacer una parodia y reírme de esto si antes no lo he sentido muy intensamente como algo propio, fuerte y conmovedor.

Sumo también aquí otros trabajos que requerirán gran compromiso personal, como por ejemplo mostrar un defecto o hacer una confesión, al público, claro.

Ahora cada actor le pondrá a su clown el nombre que le guste.

No hay demasiado secreto en esto. Y también es una búsqueda. Para eso es el taller, para buscar hasta que algo agrade al actor.

El clown de uno de mis compañeros de El Clú del Claun (sic), Gabriel Chamé Buendía, se llamaba «Ramón». Un bonito nombre y que sonaba bien, pero que a él nunca terminaba de convencerle. Se llamó «Ramón» durante cinco años y un día, durante un taller-montaje encontró el nombre que quería: «Ernesto Piola»(él quería llamarse sólo «Piola» pero sus compañeros le pedimos que usara el nombre completo y él nos dio el gusto). «Piola» le venía a su clown como anillo al dedo; era el nombro ideal, supongo que aún hoy lo seguirá usando.

Ahora estamos en condiciones de colocar a los clowns en situaciones dramáticas. Vale decir que, ahora que se han presentado en sociedad, con su nariz, sus trajes y sus nombres y sus características personales, así como con sus estados de ánimo y sus patologías (seguimos buscando, claro, siempre) les haremos vivir distintas situaciones, primero solos, luego en parejas, tercetos, cuartetos, etc.

Comenzamos con un trabajo, para mi gusto, exquisito: Aparece un clown en el escenario, con toda su energía y su brillo, dispuesto a que el público se desternille de risa, y en ese preciso instante, allí frente al público, se da cuenta de que ése no es su momento y que para colmo de males no puede volver por donde vino, sino que debe cruzar todo el escenario y salir de él por el lado opuesto al cual apareció. Debe cruzar sin que nadie le vea. Claro, es un clown y está frente al público, su sueño, pero no tiene que ser visto; pero, claro, es un clown y está frente al público y tiene que cruzar el escenario disimuladamente, justo él, que es clown, y por lo mismo no sabe disimular, aunque lo desea muy intensamente. Luego planteo la misma situación, pero de a dos: cada uno sale erróneamente por un lado distinto del escenario y deben cruzarlo con disimulo; en el medio se encuentran. Es un encuentro de clowns. ¿Qué sucederá entonces? Cada uno tiene su mundo, su personalidad. ¿Se ignorarán? ¿Se saludarán? ¿Se ayudarán? ¿Mandará uno y el otro obedecerá? ¿Querrán ambos mandar? ¿Querrán ambos obedecer?

Otra situación: Un clown tiene preparado un número con otro que, a la hora de actuar, aún no ha llegado; entonces el primero toma a otro clown que anda por allí y le propone salir con él a actuar; por supuesto el segundo acepta entusiasmado, pero como no hay ya tiempo para explicarle de que se trata el número, y mucho menos para ensayarlo, el primero le propone: “Ven conmigo y a todo lo que te ordene que hagas dices «¡Sí!»”. Y entran. Uno ordena y el otro dice «¡Si!».

Aunque el tema esté ya un poco pasado de moda, una improvisación que me encanta proponer es la de «Los espías rusos». Son tres clowns, esta vez, que son espías rusos que, amparados por las sombras de la noche, entran al Pentágono a robar un micro punto; si los encuentran allí los fusilan de inmediato y si regresan a su país sin el micro punto los mandan a Siberia. El clown frente a la autoridad: Cuatro clowns se apersonan a presentar una queja. Desde la «platea» tomo el rol de la autoridad, proponiéndoles distintas cosas según los casos. Les trato mal, los confundo, me hago negar, los trato con bondad; etc.

Para los festejos del Bicentenario de la Revolución Francesa, El Clú Del Claun (sic) montó un espectáculo: 1789 Tour. En él, entre muchos episodios de la gloriosa gesta histórica, presentábamos nuestra versión de «Les cahiersde doliènce» y los cuatro clowns íbamos totalmente empobrecidos y hambrientos hasta Versalles a entrevistarnos con Luis XVI para formularle nuestras peticiones, y hacerle conocer nuestras necesidades y padecimientos. Una vez ante el rey la turbación era tal que uno (Pitucón, mi clown) demostraba indignado porque el rey había decidido prestar oídos al populacho y venía él a darse entero a su rey; otro (Ernesto Piola) venía a pedirle… su amistad, que salieran junios, etc., y al final, antes de irse le ofrecía los servicios de un primo pintor -de casas- para pintar El Louvre y Versalles por un muy buen precio; Loreto (otro clown) le pedía permiso para tomarse una fotografía juntos; y Alcachafita Petarda (la única mujer del grupo) deseosa de justicia social, pedía papel sanitario para la gente que estaba esperando afuera…Antes de irse, armada de valor pedía ¡un futuro digno! y amenazaba con quedarse allí hasta que se lo dieran… y se iba.

CUARTA PARTE

Ahora que ya hemos visto a los clowns en situaciones, nos queda verlos jugando un rol. Un actor interpreta a un clown y ese clown interpreta a Otelo, por ejemplo. Se plantea aquí un interesante juego: teatro dentro del teatro. Ya que no es el actor quien con su talento compondrá al Moro de Venecia, sino su clown que más que con su talento, que sin duda tendrá, será con su ilusión que interpretará al gran personaje shakesperiano. Si el clown que hace Otelo odia al que hace Desdémona, todos sus intentos actorales por disimular ese odio se verá frustrados… y dada esta circunstancia, ¿cómo será el asesinato de Desdémona a manos de su esposo? Un clown, no lo olvidemos, es capaz de detener toda la representación en su punto más alto porque se le ha caído la pluma del sobrero siempre estará presente y le seguro antepondrá a cualquier otra cosa.

Ya sobre el final del taller, entonces, y tratando ahora de poner en práctica todo lo encontrado en él, se proponen escenas o números o un espectáculo completo si se trata de un taller-montaje.

Los números pueden estar basados en alguna improvisación que se haya hecho durante el taller y que haya resultado particularmente feliz o bien sobre alguna idea nueva. Para orientar el trabajo sugiero basarse en lo que a cada uno degustaría (siempre fantasías, deseos y pasiones) o le hubiera gustador ser, en caso de no ser lo que se es. Es posible que en la brecha abierta entre lo que uno es y lo que quisiera ser esté el clown, aguardándonos.

Se proponen ideas, los alumnos traen propuestas prácticas y se improvisa como lo hemos estado haciendo hasta ahora, rescatando los elementos que suponemos sirven y fijándolos, tratando de encontrar en todo una intención y un ritmo general para la narración, sin nunca jamás perder de vista cómo es cada clown, que está allí trabajando para el público y siempre listo a dejar todo de lado y tomar otra cosa que sea mejor o que guste más a él tanto como al público, en definitiva, para hacerse querer.

Para un clown no hay límite posible a su imaginación. Todo lo que imagina puede ser real. Debe ser real. Porque eso es su vida, su mundo. Un mundo donde prevalece lo humano, donde las bombas lanzan papel picado y las lágrimas son grandes chorros de agua.

Este mundo tecnificado que algunos quieren que vivamos, liderado por el afán de hacer dinero y por los medios masivos de comunicación, en el que la apatía parece ser un modo de vivir, no es para ellos. No saben vivir en él, ni querrían hacerlo si supieran cómo. A este mundo en el que no hay tiempo para la contemplación y la sorpresa, en el que el amor parece ser algo tan confuso que hasta es mejor evitarlo, en el que un grandote con ametralladora se transforma en un modelo y en el que la gente prefiere ver vídeos a conversar y mirarse a los ojos, ellos, los clowns, anteponen su corazón su sinceridad y su amor por la vida y las cosas bellas y nobles; enaltecen la amistad como un valor inquebrantable e incuestionable, y llevan la verdad, esa verdad íntima y honesta, como una forma de vida.

El clown es una excusa, para tratar de enseñar esto, para tratar de que la vida sea un poco mejor; para que la gente sea un poco mejor y se mire más y se ayude más.

Si hay ejércitos multinacionales que arrasan naciones y pueblos enteros en nombre del nuevo orden mundial, nosotros construiremos nuestro propio ejército para defendernos: Un ejército de Clowns.