EL IMPULSO DEL ARTISTA (Una reflexión sobre la creación)

Hernán Gené

Al visitar el Museo Picasso de Barcelona se puede observar mucho de la obra temprana del artista y, al mismo tiempo que apreciar su enorme capacidad técnica y dominio, una cantidad muy generosa de dibujos, pinturas bocetos y acuarelas hechos en servilletas, márgenes de libros papeles gastados y objetos por estilo. Uno percibe fácilmente la pulsión del artista, el indefinible llamado a la creación por la creación misma.

Este es el impulso creador por el cual identifico a un verdadero artista, una fuerza irrefrenable que lo impele a crear, muchas veces sin saber con claridad qué se quiere hacer hasta que se lo ve hecho. Picasso lo sabía muy bien y, acaso inconscientemente, sobre todo en sus comienzos, lo vivía a tope.

Actualmente, lo que llamamos “el mercado”, pone freno a ese impulso lleno de vida y crea nuevas y variadas formas de autocensura. Una de ellas, acaso la más perceptible, es la de “ser vendible”. Así, los artistas traicionan sus fantasías adaptándolas a una supuesta o posible “realidad de mercado” que los lleva más y más a cercenar sus impulsos creadores más profundos: no hacen espectáculos con demasiada gente en el escenario porque será difícil de vender o caro de trasladar, no eligen el texto o la idea que realmente les conmueve por casi las mismas razones, tratan de aprovechar la enorme movida alrededor de tal o cual centenario o conmemoración para lograr una subvención o más bolos, etc. Así, poco a poco (o muchas veces de golpe) van perdiendo su necesaria identidad artística.

No es esto del todo enjuiciable, desde ya. Cada uno tiene que comer y tiene derecho a elegir el camino que quiera para conseguir el sustento. Pero muchas veces me digo que hay una enorme diferencia entre comer y vivir, entre qué trabajo llevas a cabo para comer y qué trabajo realizas para vivir. Estoy seguro de que Picasso, incluso antes de ser el enorme Picasso que fue, pintaba en todas partes para poder vivir, porque de lo contrario se hubiera asfixiado.

Conozco muchos profesionales, jóvenes y no tanto, que se relajan teniendo un pequeño espectáculo o acaso un número, que pueden vender bien durante varias temporadas y que no se preocupan más que por seguir entrenando aunque nunca llegarán a aplicar las nuevas técnicas adquiridas en la escena, pues no los mueve ese afán indescriptible de entregarse ala aventura de crear para sobrevivir sino tan sólo la necesidad de lucro.

Las enormes dificultades que se plantean hoy día para llevar adelante una compañía, por pequeña que sea, o para producir un espectáculo y encontrar un sitio adecuado para presentarlo al público, son razones muy poderosas para elegir el otro camino, que aunque también es duro, no deja de ser más cómodo. Ser uno mismo es siempre lo más difícil, lo que te enfrentará a la soledad o a la reducida compañía de aquellos que de verdad llevan tu mismo grupo sanguíneo, y en contraposición puedes estar seguro que más te pagarán cuanto más alejado estás de hacer lo que siempre quisiste hacer.

Recuerdo la frase de Meyerhold: “Puedes hacer que el público pague de su bolsillo por ver el espectáculo que quiere ver, pero tendrás que pagar del tuyo para hacer el espectáculo que quieres hacer”. Su historia es curiosa y aleccionadora. Alumno aventajadísimo de Stanislavski en la Rusia prerrevolucionaria, en seguida se pasa “al otro bando” artístico, los simbolistas, opuestos al de su maestro, “los naturalistas”. Al no poder poner en escena sus piezas en Moscú, se marcha a provincias donde pone en escena piezas del más simbolista de los simbolistas, Maeterlink. Los decorados abstractos, fuera de toda época y lugar determinados, las manchas pintorescas,, las formas plásticas o estatutarias, la armonía de las líneas y de los colores, toda una fiesta para la vista, demostraban su raro don imaginativo, la riqueza de su fantasía y su gran maestría en el procedimiento escénico que eran usados por él para lograr su gran cometido de “teatralizar el teatro”. Esto ocurría alrededor de 1910. Quería que el público no olvidara ni por un instante que estaba en un teatro y para esto llegó a construir otro teatro con su tablado en el mismo escenario del teatro y hacer que el espectador viera al tiempo que la acción dramática, a los tramoyistas, las sastras, etc. Más adelante presentó piezas de marcado corte clásico en escenarios en los que sólo había toboganes y aparatos de gimnasia y los actores decían sus textos haciendo cabriolas y subiendo y bajando escaleras y cuerdas. Todo esto que ahora nos parece fácil y hasta común, aburrido y previsible, no lo era en modo alguno en aquélla época y es gracias a él, en parte, que hoy podemos vivir lo que llamamos “nuevo circo”. Sin embargo toda esta gran revolución del teatro lo llevó a ser tildado de contrarrevolucionario por las fuerzas estalinistas, y de nada le valió la protección ofrecida por su ex maestro, siempre amigo de nuevas formas, oculta en el cargo de Director Artístico de la rama experimental del Teatro de Arte de Moscú, en el que sólo duró seis meses. En 1937, un año después de la muerte de Stanislavski, se atreve a afirmar que el realismo socialista había muerto y desaparece secuestrado por las fuerzas parapoliciales del régimen. Muere bajo la presión de las torturas y es enterrado en una fosa común y durante décadas su nombre era prohibido en la ahora ex Unión Soviética y como muchos otros pagó, no de su bolsillo, sino con su vida, por aquello que siempre dijo amar.

Sin querer llegar a tal extremo, ¿cuándo te decidirás a montar un espectáculo nuevo que realmente lleve tu sello único, personal, y que aunque sólo sea visto por tres espectadores haga que realmente te sientas orgulloso de la herencia que te dejas a ti mismo?

Fuentes: “Creadores del teatro moderno”, Galina Tolmacheva, EDINUC, Mendoza, Argentina, 1992.