UN MAL ENDÉMICO

Uno de los  males endémicos que asola al teatro es el de Los Directores Que No Dirigen. Una plaga muy extendida.

Sencillamente se sientan y, haciendo alarde de su ignorancia (muchos de ellos ignoran su propia ignorancia) dejan que los actores hagan lo que puedan.

¿Qué es dirigir?, me pregunto.

Dirigir supone justamente eso: marcar un rumbo, una dirección -me respondo-, señalar un punto de llegada.

Con distintas artes el director seduce para llevar al equipo en la dirección que ha elegido. Busca y define un estilo de interpretación común al elenco, y sienta las bases de toda búsqueda -no sólo de la propia, sino la de todos los que le rodean en el trabajo empezando por los actores.

Durante la travesía puede suceder que el rumbo cambie, que el derrotero se vea alterado un sinnúmero de veces por diversas circunstancias: nuevos descubrimientos en la pieza a montar, aportes de los componentes del equipo artístico y técnico, cambio de actores, acontecimientos varios incluso fuera del ámbito teatral, etc..

Pero siempre será, debe ser, el que lleve la nave hacia el puerto que ha elegido y de la forma que ha elegido.

Incluyendo esta actividad muchísimas responsabilidades y un enorme trabajo, esa es, a mi entender la tarea primera de un director de teatro.

Los Directores Que No Dirigen creen muchas veces que porque el actor se ha aprendido la letra para el primer día de trabajo y la puede decir con cierto encanto, y porque ha traído al ensayo una propuesta, generalmente vaga, de personaje, creen, digo, que todo va bien, y como no saben qué hacer  -porque no saben, lo terrible es que no saben- dejan que la cosa transcurra sin siquiera participar.

Entonces sucede lo peor: por un lado, como alguien tiene que dirigir, la responsabilidad cae en manos de los intérpretes que, de manera consciente o inconsciente, se hacen cargo del estilo y de la puesta en escena. Deciden cuándo entrar, cuándo y por dónde salir, por donde caminar, qué tiempo y qué ritmo utilizar, etc. Y lo que me parece aún peor, toman, inevitablemente, decisiones que hacen a la ideología del espectáculo. Y todo porque han caído en manos de alguien decididamente nulo para la tarea que debe llevar.

El actor mucha veces no se da cuenta, pero cierto es que elevando el tono en tal o cuál réplica, o mirando o dando la espalda a su interlocutor en tal o cuál situación, está definiendo la idea del espectáculo y esto, antes que nada, es, a mi entender tarea del director.

Y por otro lado crean un clima de trabajo enrarecido, cansino, a la vez que favorecen esa actividad tan cara a los actores: la queja vedada y secreta.

No me estoy refiriendo a directores a los que les gusta permanecer callados o aquellos que saben estimular el trabajo y nutrirse de los frutos que ese trabajo da para su puesta en escena; tampoco me estoy refiriendo a los que trabajan casi exclusivamente a partir de lo que el actor crea. Ni me estoy refriendo a los que se dedican sólo a trabajar la puesta en escena y dejan al actor librado a su suerte. Bien o mal esas son formas personales, y como tales nada cuestionables, de llevar la nave a destino.

Me refiero a los que no hacen nada que tenga que ver con dirigir el espectáculo hacia algún sitio. A los que un día, digamos entre la segunda y tercera semana de ensayo, dicen “Pasemos de la escena 1 a la 7” y al terminar ese pase dicen “Muy bien, muy bien. Hagámoslo otra vez, ahora hasta el final”. Como no saben, dejan que pasen los ensayos así, trabajan en general, desoyen los múltiples pedidos de ayuda de los actores, se sienten agredidos a la primera observación de que al trabajo tal vez le falte algo.

Son ignorantes y por eso desaprovechan la generalmente gran concentración de talento que se ha juntado en la sala de trabajo y firman espectáculos que el público debería no ver jamás.

Si son afortunados, un grupo de buenos actores le hace el espectáculo y salen bien parados. Por mi parte detesto hacer el trabajo que debería hacer otro y les huyo como a la peste, aunque a veces, no advertí el mal a tiempo y debo confesar que me encontré pillado, atenazado y fastidioso, porque trabajar con ese tipo de directores me fastidia mucho y termino entristecido por nuestro malogrado arte, que tan a la merced de incompetentes se halla. Y así, entristecido, me pregunto por qué los actores favorecemos y permitimos que esta plaga se extienda y sobreviva.

Luego se extrañan de que la gente no quiera ir al teatro.