Hernán Gené

Podríamos imaginar que un clown nació al circo cuando un joven servidor de escena realizaba su trabajo por primera vez ante el público. Inevitablemente nervioso, trata de hacer su trabajo bien y, claro, de que nadie note su presencia. Esta es su misión: armar y desarmar en la pista, durante algún número, la maquinaria necesaria para el siguiente. Ahora le toca el turno al domador, y hay que montar la jaula para las fieras, que de por sí lo ponen un poco más nervioso (al mozo de pista, no al domador). Nuestro héroe se concentra en su trabajo y en el de sus compañeros. La jaula está montada y sólo faltan los últimos ajustes, pero las fieras ya están aquí y el público empieza a palpitar la inminente llegada del domador. Nuestro amigo, sumamente inquieto por la temprana aparición de los animales trata de apurar el paso para terminar cuanto antes y salir de la pista, pero inadvertidamente entra en el espacio privado de un león y, claro, este ruge. El joven mozo se asusta tanto que pega un salto y con tan mala suerte que mete un pie en un cubo de agua que está allí para que los animales beban. El público comienza a fijarse en él y a sonreír pues trastabilla para no caer, arrastrando el cubo, volcando el agua y provocando cierto barullo. Más nervios y más rugidos. Cree que las fieras se lo tragarán y, desesperado ya, trata de trepar por alguna de las rejas que cierran la pista, pero con tan mala suerte que el pantalón se le engancha y queda en calzoncillos. El público ya está riendo a más no poder. Asustadísimo ya no sólo por el asunto del león y sus compañeros de jaula sino también por la que está montando cae de espaldas; se pone de pie y, con los pantalones en los tobillos, mira al público tratando de entender de qué es que tanto se ríen, intuye vagamente en un fugaz instante que es él quien ha provocado semejante ataque de hilaridad y, horrorizado, retrocede sin poder dejar de mirar a la audiencia, hasta que un nuevo rugido lo despierta y le hace pegar otro gran salto; trata de echar a correr, pero los pantalones por el suelo se lo impiden y cae; más y más risas. Se levanta tratando de alzarse los pantalones y busca aterrorizado la salida de la jaula. Más risas del público. Finalmente logra huir despavorido y siempre tratando de levantarse los pantalones. Aplausos.

Esa noche, después de la función, el dueño del circo lo llama a su oficina. Nuestro atribulado amigo se apersona en la caravana convencido de que lo echarán a la calle sin contemplaciones, y en su depresión hasta lo considera justo. Pero el dueño del circo es un astuto empresario y sabe que no hay que defraudar al público. Le exige que la noche siguiente repita exactamente todos los desaciertos de hoy.

Ha nacido un payaso. Y este es su destino trágico: tener que repetir lo que nunca hubiera querido que ocurriera, aquello que lo ha abochornado como nunca en su vida.

A menudo se hace referencia a una cierta tristeza de los payasos. La observación, más allá del lugar común del que siempre es bueno desconfiar, encierra alguna posible luz sobre la verdad. El clown es un personaje trágico, que arrastra su destino a pesar de sí mismo, que no disfruta en nada con los golpes que recibe o con los que se ve obligado a propinar, que sufre en secreto con cada desengaño.

Afortunadamente, detrás de él hay un actor talentoso, entrenado e inteligente, que sí disfruta con hacer que al personaje le pase todo lo que le pasa y que, más importante aún, autoriza de alguna sutil manera a que el público se ría del payaso; de lo contrario sería agobiante ver alguien al que le va tan mal, o que es tan inocente que mientras mira una mariposa no puede evitar que su casa se derrumbe.

Veo a los clowns como personajes muy desamparados, que sólo se tienen a sí mismos, que no pueden pertenecer a la sociedad como seres más o menos normales, que no pueden tener un trabajo serio por más que lo intenten; capaces de infinito amor, pueden entregarse en cuerpo y alma a una causa que consideran justa y amar hasta lo indecible a la persona que los necesite. A veces inconscientes de su situación, viven su terrible soledad con una sabiduría difícil de encontrar normalmente.

Necesitan amor, mucho amor, porque tienen tanto amor para dar que se marchitarían si no pudieran transmitirlo. Hacen cualquier cosa por amor.
Si pensamos en los intérpretes, en definitiva seres humanos, ¿qué podemos encontrar de nosotros mismos en estas palabras? ¿Acaso no nacemos seres dependientes de ese alimento fundamental que es el amor? ¿No aprendemos a agradar a quienes deben darnos ese aliento vital y único aún reprimiendo nuestros propios instintos?

El clown tiene un destino trágico, un destino del que no puede escapar y en el que no ha intervenido la mano del hombre, sino la de los dioses, que por alguna oculta, secreta razón lo han decidido así.

Disfrutemos entonces con él.